miércoles, 7 de octubre de 2009

Pure Morning

Murray sintió en la cara el agua fría que manaba a borbotones del grifo de su lavabo. Alzándose, buscó su reflejo en el espejo. Una figura enjuta, despeinada, sin afeitar y en ropa interior le devolvió la mirada desde lo más profundo de unos ojos negros y atribulados, rodeados por unas marcadas ojeras. Últimamente no había dormido demasiado bien. Trató de aplastar con las manos mojadas los pelos más alborotados, pero sin éxito. Cerró el grifo y salió del baño, dirigiéndose a su habitación. Cuando entró no dio la luz, había salido un sol mortecino que iluminaba la ciudad desde detrás de una cortina de nubes, suficiente como para poder vestirse sin tropezar con la silla de madera, parcialmente oculta por una americana negra, o con la desvencijada guitarra tirada en mitad del cuarto. Tranquilamente se puso unos pantalones de vestir negros, se abotonó la camisa, tan blanca como arrugada y se anudó la corbata alrededor del cuello. Giró la cabeza buscando el reloj que descansaba sobre la mesilla de noche, ubicada en un rincón junto a la revuelta cama. Los rojizos dígitos le dijeron: “Ocho quince de la mañana. Apresúrate, esta mañana tienes algo importante que hacer”. Sentado en la cama se ató los zapatos, respiró profundamente y alargó la mano para recoger un reloj de muñeca plateado de la mesilla, junto al despertador digital. Se puso en pié, agarró la americana y se dispuso a salir

Ocho y veinte, comprobó mientras bajaba en el ascensor. Aprovechó el viaje para cerciorarse de que había cogido todo lo necesario. El móvil en el bolsillo interior de la chaqueta, junto al corazón, y la cartera en el bolsillo del pantalón. Luego palpó la parte baja de la espalda, como buscando algo. Por fin halló lo que buscaba, el bulto sujeto con el cinturón de cuero, y respiró aliviado. Se miró al espejo una vez más, se rascó el bigote y se ajustó el nudo de la corbata. Después salió del ascensor. Según pasó junto a los buzones de la entrada le echó una fugaz mirada al suyo, alcanzando a ver que la rendija utilizada para meter allí las cartas estaba tupida por la abundancia de ellas. No le dio importancia, llevaba ya meses sin recoger el correo. Abrió el portal y salió a la calle.

Le envolvió el frío aire matinal. Tenía diez minutos para recorrer la distancia que le separaba del lugar en el que tenía que hacer su misión, y no podía llegar tarde. Las calles por la que iba estaban bastante poco concurridas, iluminadas tenuemente por el sol matutino que parecía espiarle escondido tras su nebuloso parapeto. Lo miró con rencor y con los ojos entrecerrados. El sol no le gustaba. Le parecía un astro distante y orgulloso que lo observaba desde su cómoda posición arriba, en lo alto, iluminando la tierra porque si no lo hiciera no podría mirarla. Una existencia tan tediosa que se contentaba viendo las vidas de los que deambulaban sobre la faz de la tierra. Distraído como iba mirando al cielo no se percató de un escalón en su camino, y tropezó. Puesto en pie de nuevo se ajustó el nudo de la corbata y comprobó que lo que llevaba a la espalda seguía allí. Palpó con la mano derecha, preocupado, hasta que tocó la metálica culata de una pistola. Respiró aliviado de nuevo. Esa pistola era lo único que necesitaba para cumplir su misión. Esa pistola y llegar a tiempo, por lo que reanudó la marcha, esta vez más apresurada que antes. Mientras caminaba repasó mentalmente su cometido: Llegar, esperar al coche, disparar, y se acabó. No habría más problemas ni complicaciones. Tampoco víctimas adicionales, solamente una, y una víctima que se lo tenía bien merecido. Puso una mueca de asco al recordarle. Era una persona indeseable, repulsiva, inútil, estúpida… todos los adjetivos despectivos de la lengua se quedaban cortos para describirle. Pero por fin pondría término a sui absurda existencia. Veintisiete años había convivido ya con él, y al menos los últimos diez había tenido ganas de hacer lo que iba a hacer hoy, pero no se había atrevido. Pero por fin hoy se liberaría de ese lastre que le encadenaba a la desesperación. Un disparo en la cabeza y un fin rápido e indoloro para la persona que más odiaba en el planeta. No es que no quisiera hacerle sufrir, pensó, pero no podía permitir que le reanimaran o le salvaran la vida por alargar su agonía. Era algo a lo que había que poner fin en ese momento.

Ya había salido a una de las calles más céntricas de la ciudad, había mas gente a su alrededor. Gente que a él le parecían lánguidas sombras grises que se arrastraban para cumplir sus propias misiones, al igual que él. Pero ellos mañana harían lo mismo, mientras que él ya habría roto las cadenas que le amarraban a la infelicidad acabando con esa convivencia que le ponía enfermo, esa convivencia llena de apariencias, llena de fingimientos para evitar los comentarios precisamente de las fantasmales sombras grises que no se atrevían a cambiar sus vidas de manera sustancial. A ellos les valía con un maquillaje superficial que disimulara su falta de bienestar, él iba a arrancar el problema de raíz. Y conocía personas que le dirían que esto que él iba a hacer era la solución más cobarde, que había otras soluciones más diplomáticas y menos violentas. Realmente, él sabía que estas personas tenían razón, pero esta era la solución más cómoda. Si los líderes mundiales solucionan sus problemas con armas de fuego no puede ser tan mala solución. Pero ya no podía posponer su cometido. Él mismo se lo había impuesto y estaba decidido a hacerlo. Si ahora lo dejaba la convivencia se tornaría más insoportable que nunca y le llevaría a algo muchísimo peor. Porque, efectivamente, había cosas peores que lo que iba a hacer.

Por fin había llegado a su destino. Consultó la hora en su reloj de muñeca y comprobó que ya eran casi y media. Ahora estaba inmóvil en mitad de la acera mientras un mar de entes fantasmales y grisáceos fluía por la calle, unos a pie, otros a bordo de ruidosos aparatos que le taladraban los oídos, pero todos ellos iguales, registrando nuevamente un día igual a los anteriores en sus cerebros. En muchas ocasiones se había sentido ahogado por ese gentío, pero hoy se encontraba extrañamente aliviado a pesar de la marea. Incluso el ruido infernal de otras veces le parecía más lejano y amortiguado. Examinó la carretera en busca del coche que esperaba, pero no lo vio. Aún tenía un poco de tiempo. Saboreó el momento previó al final de esta etapa sacando una foto de su cartera. En ella aparecía uno de los momentos más felices de esa patética convivencia. Aparecía sonriente, saludando al cámara, probablemente su padre, rodeado por unos amigos del colegio. Esta primera visión le resultó incluso agradable, pero enseguida torció el gesto contemplándola, contemplando la cara de payaso de quién iba a ser su víctima. “Pronto dejaras de sonreír” pensó para sus adentros. Guardó la fotografía y volvió a escudriñar la lejanía. El sol había salido de detrás de las nubes, y ahora iluminaba la calle con fuerza. Sonrió pensando que esa maldita bola de fuego sabía que aquí iba a pasar algo importante.

Por fin divisó el coche subiendo por la calle. Había llegado el momento. Abandonó la sombría masa a empujones y sin prestar atención a empujones ni insultos se paró en mitad de la carretera. A doscientos metros el vehículo avanzaba hacía él. Pensó en las repercusiones que esto podría causar en su familia: Su madre, su hermana… “A partir de hoy estarán mejor”, pensó. Sacó el arma y escuchó el sonido de los gritos de la gente, pero de manera amortiguada, como si estuviera escondido dentro de un armario jugando al escondite con su padre. El coche estaba a cien metros. Recordó a la gente que había conocido durante su vida, a la mayoría de ellos con odio. Nunca habían salido entenderle. Él tampoco se lo había puesto fácil. Su cerebro se estremeció, empezó a levantar el arma. “Payaso engreído, egocéntrico, inútil, deprimente…”. La lista desfilaba por su mente. Por fin llegó a ver al conductor, o mejor dicho a la persona que le acompañaba, que era la que esperaba ver. Era una chica de casi treinta años conductor era su novio. Él los conocía a ambos. El momento había llegado. Sus labios se curvaron para musitar “Te quiero”. Acto seguido se llevó la pistola a la sien y disparó.

John Richards conducía aquella mañana tranquilamente llevando a su novia a la facultad, como todos los días. Pero, al cruzar por una calle, pasó algo inusual. La gente de alrededor gritaba espantada, unos mirando horrorizados y otros mirando para ver que había sucedido. Pero él si lo había visto y no le importó. Su acompañante también y, aunque un poco mas sombría y gris de lo habitual, no parecía afectada. En lugar de continuar recto giró en la primera bocacalle que vio y simplemente se alejó del lugar, dejando que se marchitase la última flor de la misma planta que él trataba de hacer florecer.