domingo, 25 de julio de 2010

Cualquier cosa

Siete y media de la mañana. Salgo de mi portal, mientras la luz aún está escondida. Me pongo la capucha, me abrocho y me pongo las gafas de sol, aunque no me hagan falta de momento. Me paro un segundo a respirar el aire de la madrugada, mientras una chica pasa con su mochila y una prisa exagerada delante de mí. Me quedo mirándola como un payaso, mirando la ligereza y velocidad con que se mueve. Sus zapatillas, unas Vans clásicas, como las mías. Viste sus pies con estilo, pero ella las luce mejor que yo.
Me pongo a andar en la misma dirección que ella, pero pronto la pierdo de vista cuando gira en la esquina. Quizás la vuelva a ver esta mañana, o alguna otra. Como decía mi abuela, cuando despunta la mañana, te puede traer cualquier cosa. Cualquier cosa. Siempre me hizo mucha gracia como enfatizaba ese detalle. Como si fuera la más importante del mundo enfatizar que la mañana te traerá algo, lo esperes o no. Y puede ser... pues eso, puede ser cualquier cosa. Quizás por eso llevaba tanta prisa la chica de las Vans, para encontrar lo que le iba a traer esta mañana. O quizás solo llegaba tarde a algún sitio.
Sigo andando por las calles semidesiertas, con un paso que después de ver a esa chica me parece más lento de lo que solía ser. Las comparaciones son odiosas. Voy dejando atrás farolas y papeleras, contenedores vacíos porque los camiones de la basura acaban de pasar. Lo sé tan seguro porque uno me ha despertado, y ahora no me puedo volver a dormir. Por eso salgo a dar una vuelta, no porque tenga un trabajo que me exija levantarme a estas horas.
Recorro enfrascado en mí mismo las calles del centro, sin prestar atención a nada de lo que me rodea. Hasta que, entre el movimiento de gente de mi generación que vuelve a casa tras una larga noche de borrachera, llama mi atención un tipo que está parado, en una callejuela, mirando la bombilla de una farola. Puede que se le haya enganchado algo arriba, pero lo más posible es que lleve mirándola un rato para ver cuando se apaga. La cara de borracho que lleva me hace suponer que cuando despierte, horas después, entre sus sábanas, no va a recordar nada de lo que ahora está haciendo. Pero yo no soy quién para juzgarle. A fin de cuentas, con la capucha y las gafas de sol parece que vengo de esnifar cocaína en cantidades a las que solo llega gente como Kate Moss.
Sigo mi camino a ninguna parte, bastante más desanimado que antes. No se porque, pero tengo ganas de volver a casa y despertar a mi madre. Efectos secundarios de levantarse temprano por culpa de un camión de la basura, supongo. Mi vista cae en cinco euros que alguien ha perdido en mitad de la calle. Me agacho con pesadez a recogerlos, sucios y arrugados como si hubieran salido de la nariz de alguien. Pero no dejan de ser cinco euros.
Entonces se me acerca una chica preciosa, rubia, que acaba de salir de un portal. Parece que acabe de estar bebiendo, o vomitando, o ambas cosas. Me llevo la mano al bolsillo, dispuesto a devolverle el dinero que supongo que me viene a pedir. Pero antes de que me de tiempo a hacerlo, cierra los ojos y me besa, un beso espontáneo, tierno y sobrecogedor, como nunca antes me habían dado. En cualquier caso muy raro. ¿Y que haces cuando una chica como esa te besa? Pues cierras los ojos, y le devuelves el beso. Y eso hago. Durante unos segundos, la noción de tiempo desaparece de mi mente, todo da vueltas y se torna difuso. Me gustaría hacer eterno este momento. Pero la gracia del momento está en que desaparece, si no, no sería un momento, y seria muy aburrido. Nada más separar nuestros labios se aleja, buscando otro idiota al que regalar un momento como ese, y dejando como único recuerdo el sabor a tabaco y alcohol. Aunque no pude verle los ojos, apostaría a que eran azules, pero no ese azul claro que da miedo. Más bien un azul profundo, como... como el mar, o yo que sé. A ese azul me refiero.
Me cuesta un momento volver en mí. Noto algo en el bolsillo, como una extraña sensación a la que me estoy acostumbrando, últimamente. El dinero me quema, me llama a gastarlo. Y, al fin y al cabo, no colecciono los billetes. Sin pensarlo demasiado, pongo rumbo al casino.
Mientras camino, por fin con un destino, pienso en la fugacidad de la vida, y en mi madre. ¿Pero que c*ño me pasa hoy con mi madre? No tengo ni idea, pero en seguida otra cosa me saca de mis pensamientos. Una chica, con la alegría caribeña impresa en su cansado rostro, sale de una puerta con un montón de maletas. Baja la cuesta que la separa de la carretera, para subirse en un taxi del que sólo me llama la atención la figurita de Elvis que cuelga del retrovisor. Con ayuda del conductor, cargan los bultos en el maletero, menos un libro que ella lleva en la mano. Lleva cómo título "When the sun goes down", aunque no llego a leer el nombre del autor. Pero, ¿a quién le importa? sólo es una desconocida subiendo a un taxi, a la que probablemente nunca más veré. Más que nada, porque tiene toda la pinta de irse de viaje.
Aunque, quién sabe. Cuando despunta el alba, te puede traer cualquier cosa. Cualquier cosa.
Suena el reloj, de la iglesia que hay más adelante. Ocho menos cuarto de la mañana. Sigo mi camino hacia el casino que ya no queda lejos. El río transcurre lento a mi lado, como si le costara trabajo madrugar para arrastrar agua, y toda la mierda de más que lleva. No me extraña que le cueste.
Giro la esquina, y ya puedo ver el rótulo. Bajo él, dos tipos comentan cómo les ha ido la noche. El más alto, con barba, le promete al otro que le devolverá lo que le ha prestado, repitiendo las mismas palabras una y otra vez. El otro, con la mirada cansada, parece más aburrido por oír lo mismo continuamente que preocupado por recuperar su dinero. La verdad es que esa escena tan patética me quitó todas las ganas de jugarme el dinero obtenido con el sudor de mi... bueno... De todas maneras, me tuve que agachar para cogerlo.
Sin rumbo una vez más, sigo el río hasta que llego a un puente. Pero odio los puentes, así que giro en dirección contraria sólo para evitarlo. La verdad es que no sé por que, pero les tengo una manía que no puedo ni verlos. Acelero el ritmo sin darme cuenta para alejarme de él, y adelanto a un chico que carga con una carpeta exageradamente grande. Debe de ser estudiante de arquitectura, o de bellas artes. O le gustan las cosas grandes.
Poco más adelante veo a otro con el mismo tipo de carpeta, con unas gafas de estas de pasta modernas y unos pantalones tan ceñidos que yo creo que, con la temperatura que hace en verano, a las dos de la tarde va a tener huevos fritos para comer. Nótese el doble sentido.
Lo más curioso es que seguramente los dos deben de ir al mismo sitio, pero no se conocen, y quizás nunca se conocerán. Es triste, en cierto modo. O no, porque a fin de cuentas nunca se van a parar a pensarlo.
Llego al final de la calle, donde me paro en seco. Ante mi, la entrada a un parque me contempla como si estuviera loco por hacer esoSaco una moneda y la tiro al aire. Mientras gira y cae, pienso que si sale cruz, me doy media vuelta y vuelvo al río. Me apetece tirar piedras a algo y que no se considere vandalismo. Y si sale cara... Me vuelvo a casa. Veo como gira una y otra vez, como a cámara lenta, antes de caer en mi mano. Miro el resultado como si esperara la aprobación de esa puñetera moneda de cincuenta céntimos. Me froto los ojos con la otra mano, antes de obedecer al implacable azar.
Me adentro en el parque, decidido a volver a casa. La verdad es que es mejor idea, empiezo a notar cansancio. Cuando llegue, seguramente dormiré hasta las doce, aunque me gustaría poder dormir eternamente, sin camiones de basura alrededor y eso.
Un chico pelirrojo sentado en el parque llama mi atención. No sé que hace, porque aún estoy muy lejos. Creo que sólo le he visto por el color de su pelo. Cuando me acerco más, veo que sólo mira el amanecer, como el cielo poco a poco se vuelve más y más claro, esperando que en cualquier el primer rayo del sol irrumpa en la mañana. En su mano tiene un papel y un boli, parece que ha estado escribiendo algo. Yo, personalmente odio escribir. Paso detrás de él, sin que me vea, y sin saber porque esbozo una tímida sonrisa.
Salgo del parque, sintiéndome ya cerca de casa. Elevo la vista al cielo, justo para ver como en el edificio de enfrente un chico se asoma. Se queda un segundo mirando al tendido, y luego vuelve dentro, dejando la cortina en su sitio. Repite la operación una y otra vez. Y luego el loco soy yo. Tengo la impresión de que no le gusta ni lo de fuera ni lo de dentro. O eso, o sólo quiere molestar a alguien que haya dentro, durmiendo. Maldito bastardo...
Tres calles más, y estaré en casa. Las recorro casi como un alma en pena, me duelen las piernas y los ojos se me cierran lentamente. Por fin me ha entrado sueño, casi no lo puedo creer. Sólo un cruce más para llegar a mi calle. Entonces me llaman desde detrás. Un tipo alto, y moreno se me acerca apresuradamente. Me resulta familiar, pero sinceramente no sé de que. Lleva pantalones de esos ceñidos, mis mismas zapatillas... Nada, sólo son recuerdos de la gente que he visto esta mañana.
-¿Tienes fuego?- Me dice con voz quebrada y somnolienta. Pongo la expresión mas triste que soy capaz de poner mientras le digo que no, que lo siento. En realidad me importa una mierda, pero es lo que dice todo el mundo. Suena un reloj a lo lejos. Ocho de la mañana. Sigo mi camino, en mi mundo, posando la vista en el paso de peatones que me falta por cruzar. Un paso, dos pasos, tres pasos, bajo el bordillo, cuatro pasos, cinco pasos... una luz me llama desde la izquierda. Giro la cabeza. Un destello me ciega, sólo reconozco a Elvis moviendo las caderas, colgando del retrovisor. Noto un dolor horrible en las rodillas, después en el resto del cuerpo. Siento que vuelo. Y como todo lo sube baja, el frío del asfalto me acoge con un rudo abrazo. Abro los ojos para mirar al cielo, a lo lejos. Despunta la mañana, y puede traer cualquier cosa. Cualquier cosa.

jueves, 15 de julio de 2010

Beautifully broken

¿Dónde te ves dentro de cinco años? Es la pregunta que me hicieron hace cinco años, mientras iba vestido con un traje, cosa que odio (no por nada, pero los trajes me quedan fatal), y estaba sentado en un imponente escritorio de madera frente a un jefe de recursos humanos que trataba de psicoanalizarme mediante preguntas de mierda que alguien le habrá dicho que sirven para eso. Recuerdo que pensé: Seguramente sin novia, una carrera estúpida que me gustaba y engrosando las filas del Inem. Pero, obviamente no dije eso. Me quedé como diez segundos mirándole fijamente y respirando con firmeza antes de contestarle: Bueno, si me cogen aquí y va bien, seguramente trabajando con ustedes. Y me cogieron. Duré dos meses, antes de hartarme de mi prepotente jefe y del idiota de mi compañero, todo el día contándome sus conquistas sexuales que por cierto, dudo mucho que consiguiera sin pagar.
Recuerdo que salí del despacho despues de la entrevista muy desanimado, con la sensación de que había salido a pedir de boca. Y me encontré con una amiga. Me estuvo preguntando que que carrera pensaba hacer al final del verano y esas cosas, y no sé que tontería le contesté que se estuvo riendo diez minutos seguidos. Debió ser muy graciosa, o ella debía ser muy tonta. Creo que ha mejorado en ese aspecto. Ahora, cinco años después, es mi mujer. Eso sí que no podía imaginarmelo.
Tampoco que tendría un hijo de casi un año, con el mismo nombre horrendo que su abuelo materno, que, a pesar de ser horrible, casi se le saltan las lágrimas cuando le dijimos que le bautízariamos como él. Debió de ser de pena al darse cuenta de la cantidad de collejas que le iban a caer en el patio del colegio por tener un nombre que rimaba con "culo".
No pude imaginarme tampoco que me quedaría huérfano a los veintitrés y que aún así el estado me daría una ayuda por eso. Mucho menor que la del seguro de mis padres, pero aún así no me lo esperaba. Así pues, hace dos años me junté con muchísimo dinero para poder despilfarrar. Fue maravilloso. La parte mala es lo de ser huérfano y todo eso.
Lo que si que no podía imaginar es que, exactamente cinco años después, a la misma hora de la mñana iba a estar sangrando en el suelo de la calle después de caer desde un quinto piso. Tengo la cara hecha una mierda, eso sí, mi traje está impecable. ¿Y qué hago aquí? El marido de mi amante me acaba de tirar por la ventana después de encontrarme poniéndome la corbata en su dormitorio, mientras su maravillosa mujer (demasiado maravillosa para él) me miraba desde la cama diciéndome lo sexy que estaba vestido de traje. Puede que sea un mal tipo, pero viendo el color de los ojos de mi hijo sospecho que realmente lo sea, y empiezo a pensar que me cuando dije "si quiero" profundamente acojonado por el hecho de ser padre bastante más joven de lo previsto, lo hice sin ser responsable del bombo de mi mezquina esposa.
Pero, con la sangre que ya he perdido, todo eso me empieza a dar igual. Es increíble la poca importancia que tiene todo mientras notas como la vida se te escapa por una brecha demasiado grande en la cabeza, mientras intentas poner buena cara a pesar de tenerla deformada hasta un punto que ni te imaginas. Fijo que ahora la mujer que me mira con cara angustiada desde el quinto no opina que estoy muy sexy, como hace cinco minutos. Y eso que no me he cambiado de traje. O igual de verdad me quedaban bien, incluso ahora.
Eso sí que nunca podría haberlo imaginado, que mi último pensamiento fuera que igual los trajes no me quedan tan mal como creía.