domingo, 21 de marzo de 2010

odd.

[...]Como digo, las cosas estaban poniéndose bastante raras
Cuando entré en aquel lugar lo último que pensé era que la encontraría ahí. Al abrir la puerta y escuchar el tintineo de la campanilla lo único que pude alcanzar a ver fueron sombras fugaces, que se movían entre la viciada humareda de humo de tabaco, y seguramente de otras cosas. Ya había estado en antros mal iluminados, pero desde luego, aquel se llevaba la palma. Entre la densa y nociva niebla y la pobre iluminación, sin lugar a dudas lo puedo catalogar en el top five de tugurios pestilentes que he tenido el escaso placer de visitar, quizá exceptuando aquel pub de Dublín, que, además del humo y la penumbra apestaba a podrido, como si nunca en la vida se les hubiese ocurrido ventilarlo.
Pero bueno, vuelvo al antro. Entre el barullo de los ''distinguidos'' se distinguía la torpe melodía de un pianista pobremente dotado de arte musicales, que aporreaba lo que pude identificar (a duras penas) como una pieza de Chopin. No soy crítico musical ni estoy muy puesto en esos ambientes, no me pidáis que identifique también el título.
En fin, para que seguir recreándome con el asco aquel de local, cuando ni siquiera importa lo que pasó allí. Así, para ser rápidos, pasé un par de horas completamente adormilado torpemente desparramado en la tosca mesa que Douglas y mi nuevo amigo francés (del que, por cierto, no recuerdo el nombre ni la cara) habían elegido. El único momento reseñable allí fue cuando me acerqué a la barra para pedir otra jarra de cerveza. Aparte del aliento del barman, gordo y desaliñado cómo él solo, mientras esperaba a que me sirviera la vi a ella en la mesa del fondo. Sentada graciosamente con las piernas cruzada fumaba de una manera tan sensual que cualquiera hubiera deseado ser el cigarro que sostenían esos tiernos labios, carnosos y perfectos.Lástima que mientras la miraba embobado se levantara y se largara, dejándome a solas con el desagradable señor que ya hacía un rato que me había puesto la cerveza y ahora gesticulaba de una manera muy graciosa que me hacía sospechar que el hombre, aparte de gordo, maloliente y feo debía tener también alguna tara mental. Volví a mi mesa maldiciendo por lo bajo a toda la parentela del barman, y también recordando a la bella mujer que acababa de irse, seguramente para siempre, de mi vista.
Cuando volví a la mesa Douglas y el maldito francés sin nombre hablaban de poleas o algo así. "Condenados ingenieros", pensé, "ya no hay sitio en el mundo para alguien de letras". Después de otro cuarto de hora allí desparramado, bebiendo de mi jarra a sorbos irregulares y haciendo el bobo con la cerveza en la boca, me levanté sin mediar palabra y me fui de allí. Aunque fue agradable salir de aquel maloliente tugurio en seguida el frío de la calle me hizo recordar que me había dejado el abrigo dentro. Pasé un buen rato decidiendo si debía entrar o no, pero para cuando había llegado a la conclusión de que lo más inteligente era entrar ya estaba a cuatro manzanas de aquel lugar. Podría haber vuelto, pero en ese momento recordé que antes me habían invitado a aun fiesta en casa de un conocido, y como la chica que me había dicho de ir me caía francamente bien, decidí pasarme. Andrea se llamaba. Era italiana, o por lo menos sus padres o algún familiar. La verdad es que no tengo idea de dónde demonios sacaba esa chica la rama italiana, pero debía de serlo.
[...]
Ya estaba hasta las narices de aguantar a la tal Andrea y a sus estúpidas amigas, así que me despedí lo más bordemente que pude y salí de la casa. En la puerta cogí un abrigo, que no era mío (un lector atento habrá notado que me lo había dejado en aquel bar super cutre) y salí otra vez a la calle. Entonces recordé que no tenía nada de tabaco, y volví dentro a pedir cigarrillos. Por desgracia Andrea me volvió a ver, y me pidió por enésima vez que le contara el maldito chiste de los tomates. Se lo "cambié" por cuatro cigarros y me volví a ir a la calle, ahora con tabaco para poder fumar el rato que tardara en llegar a dónde fuera a ir. Porque, la verdad, no tenía ni la más remota idea de dónde iba a ir. Pero bueno, el caso es que iba andando por la calle, absorto en mis pensamientos cuando recordé aquellos perfectos labios que antes había visto. En ese preciso me propuse que debía besarlos esa noche. No sabía como, pero debía hacerlo. Y, también sin saber como habia llegado a la puerta del O'Brien, mi pub favorito, dónde había empezado la noche. "esto es cosa del destino", pensé y empuje la puerta para entrar. Y maldito el momento en que lo hice, porque justo salía ella. Nosé cómo demonios lo hice, pero la chica en la que llevaba pensando medio camino, estaba saliendo de mi pub favorito en ese momento.era tan increíble queme quedé paralizado, sujetando la puerta, ajeno a todo lo que pasaba. Sólo vi su boca abriéndose para dedicarme un "Gracias", al tiempo que esos labios me sonreían con la sonrisa más bonita que jamás había visto.
Cuando volví en mí decidí dejar de hacer el idiota ahí parado, sujetando la puerta, y entré dentro. Pedí una cerveza, y entonces me maldije por no haber ido detrás de ella. Pero claro, hubiera quedado un poco psicópata, por lo que preferí no salir en ese momento. Así que me quedé allí dentro, sentado en la barra, con una pinta delante cada vez más vacía y una camarera (bastante guapa, por cierto) mirándome con lástima desde el otro lado de la barra. Estaría pensando que yo era un alma perdida, sólo, a las tres y media de la noche en un bar, ahogando mis penas en una pinta de cerveza barata, sin amigos y sin nadie a quien llamar para hacer un poco mas amena la triste escena.
Y, para qué engañarnos, la escena era tristísima, una de las más tristes que se pueden encontrar en un pub, pero la verdad es que por dentro saltaba de alegría en ese momento. No pensaba en la estúpida Andrea, ni en Douglas, su francés y sus puñeteras poleas. Ni siquiera en el plantón que David me había dado horas antes. Sólo en aquella sonrisa, endiabladamente seductora, que me tenía cautivado. Sólo con cerrar los ojos era capaz de verla, nítida, como en la puerta del O'Brian. Y eso hice, cerrar los ojos y apoyar la cabeza en la barra, húmeda de cerveza derramada y con olor a bayeta (seguramente amarilla, como la mayoría). Pero ni siquiera esa mierda de aroma me distraía de esa curvatura perfecta de unos labios perfectos, ese sutil "Gracias"... y me quedé dormido
Cuando desperté fue porque la camarera guapa que me miraba con lástima me estaba zarandeando con una mano en la espalda.
[...]
La noche no podía ser más rara y más brillante
[...]
Ya llevaba una hora y media vagando por la calle, el cielo empezaba a clarear y me dolía la cabeza una barbaridad. Y encima no había conseguido besarla, besar esos labios preciosos en los que no podía dejar de pensar. Ya empezaba a estar harto de los dichosos labios, pero cuanto más pensaba en ellos era peor, más ganas tenía de volver a ver a su increíble dueña. Pero eran las seis, y lo más seguro era que la chica estuviera en su casa durmiendo, como la gente normal, como debería estar haciendo yo. Me senté en medio de la calle, desolado por pensar eso. Metí la mano en el bolsillo del pantalón, y me acordé de que no me quedaban cigarrillos. Ahora si que estaba deprimido, tanto que me eché a llorar. No sé muy bien por que, pero creo que esa situación, por estúpida que pueda parecer, me desbordaba. Lo confieso, así era. La verdad es que es bastante triste, pero así me siento en muchas... en demasiadas ocasiones. Y mientras tanto el sol salía, mortecino y pálido, como cada mañana.