jueves, 9 de diciembre de 2010

Look at me, look at me.

Despeinado, fumo como si el cigarro fuera lo único que me mantuviera con vida mientras grabo cada detalle de su mirada en mi retina, por si no la vuelvo a ver. El humo recorre sus labios, su nariz, sus cejas, y mi mano acaricia su pelo buscando algo que sabe que no va a encontrar. Ella, cansada, me mira como queriendo decirme que soy un imbécil, que soy gilipollas, que la vida se me escapa y que el miedo me va a matar, pero sólo articula un "te quiero" acentuado con un "idiota" que no consigue sorprenderme. Yo sigo memorizándola, consciente de lo que piensa.
Al rato se levanta, me besa y se da la vuelta. Doy otra calada deprisa, para quitarme el sabor de su boca. No quiero recordar este beso como ese "último beso de despedida", no quiero que esto sea una despedida. Pero su pelo meciéndose mientras se aleja por el pasillo con el sonido de sus botas rebotando en las paredes y resonando en mi cabeza me dicen que lo es. Musito un "te amo" escondido en nubecillas de tabaco que no creo que haya oído, y miro a la pared. Tan blanca, tan limpia que no puedo por menos que golpear con rabia.
Me anegó el alma de sensaciones con su último "hasta mañana", y ahora tengo la sensación de haberme ahogado en cerveza, mareado, con ganas de vomitar y de morirme con tal de no seguir dando tumbos en el camino hacia el baño. Y mañana, la resaca dejará paso a la realidad, tal como es: como siempre. El mundo no ha cambiado un ápice en veinticuatro horas, pero yo no puedo evitar verlo como si tuviera los ojos vendados y una flecha clavada en el estómago.
Mi madre siempre dice que no hay mal que cien años dure. Que se meta la frase por el culo.
Si no dura, no era importante.
Y ahora, me acuerdo del sabor del último beso.

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